miércoles, 23 de octubre de 2024

Ciénagas y paseos

Todo comenzó con una lectura increíble, el comienzo de un nuevo curso perfecto. O eso me pareció. La Montaña Mágica de Thomas Mann y unos pocos locos entusiastas con un guía que dirigía un texto endiablado por sus simbolismos, la erudición del autor, las referencias históricas y literarias y una historia donde decidí quedarme a vivir durante un paréntesis al que robaba cualquier tiempo que pudiera robar. En fin, un texto clásico complejo y que se prestaba a ser desvelado con paciencia y amor por la literatura. Durante un mes y medio, a razón de 20 o 40 páginas diarias viví, pensé y estuve pendiente de una trama y unos personajes que dinamitaban mi mundo y conseguirían hacerme olvidar la realidad, esa que dejaba aparcada cada día antes de entrar en la Ciénaga: de lunes a viernes, de 9 a 18h. He de reconocer que en ocasiones, a la más mínima, volvía a la historia en forma de artículos y búsquedas en internet, pero lo negaré ante cualquier juzgado de lo laboral. J me recriminaba mi fijación, que ya estaba bien, que volviera al mundo real, pero el muy tramposo disfrutaba con mi lectura de párrafos en voz alta, con los descubrimientos diarios y los vaivenes de Castorp, ay, Hans Castorp, y el resto de personajes paralizados en aquella montaña mágica, pocos años antes del desencadenamiento de la GM. Settembrini se convirtió en mi alter ego, odié a Naphta, me reí con Behrens y Joachim y sus devenires me hicieron llorar. Hubo capítulos endiablados, páginas a las que debía dedicar horas y empeño, tanto esfuerzo, otras que volaban por la belleza, como hojas en el calendario de Castorp, y que engullía una y otra vez sin dar crédito a cómo estremecían mi sensibilidad.

Luego terminó la lectura y quedé expuesta, de nuevo, a la realidad.

Pero nació Iris, morena y pequeña. Con sus orejas pegadas, como marca una genética bien adiestrada, y los Pastor aparecieron en escena a la segunda. De nuevo un parto sencillo, ninguna complicación, ten cuidado y no empujes, y otra de los nuestros en este mundo, sin un punto de sutura. Paulina se asusta la primera vez que los ve, no reconoce a sus padres y huye de ellos, llora. El primer desconcierto de su vida y no saber cómo gestionarlo. Nadie sabría, niña mía. Pero poco a poco se acostumbra y ahora sólo lo muestra en una sed primaria de madre siempre a su alcance, por favor. El resto, transcurre con normalidad, la nueva vida se va abriendo paso y todos con ella. La oxitocina es contagiosa y parecemos un rebaño loco, la biología, ese imperativo que preferimos obviar por soberbia y estupidez.

Y luego la realidad, esa que dejaba aparcada cada día al entrar en la Ciénaga, solo que esta vez ya no pude, no me lo permitieron y todo salta por los aires. Bumm, dinamitada la mierda, y ya se sabe, quien recibe la mierda de otro, se mancha de mierda, quiera o no quiera. Cómo hablar de la caspa de este país, de empresarios ignorantes que apenas saben escribir, corrís, corris, (corréis, corréis quería decir en realidad aquel señor) fue su primera bronca por teléfono y aún recuerdo las risas al contárselo a Iñaki. El empresario soez, engañado a su vez por unos directores de personal que, sinvergüenzas, han decido robar al sujeto, y todos ellos estafando a la Comunidad que concede los concursos administrativos. En fin, la rueda, este país y sus dilemas sin resolver. Y una tullida imbécil con sentido de la dignidad y amor propio de por medio. Nada podía salir bien, diría cualquier gánster de medio pelo.

Y durante una semana anduve y lloré, lloraba y andaba, a todas horas, mi pensamiento como una pelota de ping pong ablandando el cerebro. Pero ahora ya no, sabiendo que hay ciénagas que no merecen la pena y que ya veremos, y que ya se verá. Y que no siempre van a ganar los mismos, la misma mierda, ese mundo de púas.  Esa rara enfermedad que es el mundo.

Y qué coño, siempre quedará la poesía.  Aunque sea en la extrañeza y con abrigo (en los míos).

Pues Colors

 


 

viernes, 16 de agosto de 2024

Donde pongo el ojo

Otro verano en el que alguno de los míos -y de nuevo más de uno para colmo de males- de repente sienten y descubren- ays de nosotros, una y otra vez descubriendo las mismas verdades que ya supimos hace tanto- que nada de lo que estaban viviendo era lo que necesitaban, deseaban, les hacía bien. Y esos veranos se convierten,  otra vez, por arte de birlibirloque para ti, en idas y venidas de audios, llamadas telefónicas y citas, ansiedades varias y repentinas. Cuando lo único que habías planeado en estos días de soledad eran lecturas. Acompañada de Adriano y más tarde, ingenua de ti, de Hans Castorp y su montaña mágica. Jorge retorna a su estado asilvestrado por esas selvas de dios -en el que más feliz es, admítelo, resentida- y tú te relames de soledad y letras por compensar su elección. Pero no, este año no te dejarán del todo. Y te encuentras, otra vez, en la encrucijada de no poder ofrecer respuestas. Silencios y algún que otro interrogante. Como oráculo siempre fuiste una filfa, les adviertes, y más en estos tiempos nuestros -o suyos- de recetas mágicas, de coach engañabobos, mapas del tesoro. Atajos para llegar a ningún lado, deprisa, deprisa que me come la impaciencia. Tiempos torpes: si exige esfuerzo es sospechoso de maltrato. Si exige duda, de falta de método. Y tú, confiando sólo en uno y otra. De nuevo, a ver cómo te las apañas sin ser la redicha listilla de turno -cuánto resentimiento provocará y las consecuencias que tendrá en tu futuro de ancianita dependiente, aún no eres capaz de valorarlo -.  Difícil oficio este de escéptica, de la que sigue sin entender el orden de las cosas. Porque sabes, tienes la convicción, de que no existe tal orden. Ni ha existido ni existirá. Pero a ver cómo se lo cuento. A ellos, tan necesitados de él, implorantes de certezas.

Iñaki viaja con sus chicos a Japón, un mes después que nosotros. Al recibir su correo de vuelta se renueva la vigencia de nuestra amistad, la conexión. Entre nosotros innecesario el examen, pero resulta grato cuando sucede. Contesto a su correo -no me parece educado reflejar sus impresiones aquí, pero sí mi contestación - “Y sé que me entenderás si te cuento que cada mañana echo de menos un templo sintoísta donde agradecer la vida y la belleza, sin ningún pensamiento que lo revista, más allá del gesto sencillo. Como un trazo de un pincel, eso es.  Aquí no sería igual, lo sé, la vida no es tan cortés ni delicada, pero lo echo de menos. Y ese es uno de esos recuerdos que me esponjan por dentro desde mi regreso.” Así mi viaje a Japón, ofrenda y cortesía. Parecen dos términos, pero son mucho más que eso. Y querer regresar y volver a sentirme enroscada en aquel país. Y no sé cuál será la razón, pero Japón me ha sacudido por dentro como hacía tiempo que nada lo hacía. A veces es sólo coincidencia, me digo, pero quién sabe si no se tratará de la naturaleza de las cosas que amamos y nos empujan.

He visto de nuevo El cielo protector de Bertolucci, aquella película que me fascinó en un verano de mi juventud. Me pregunto por qué lo haría, imagino que más por una cuestión estética, la belleza de los protagonistas, del desierto y la relación a tres bandas. La épica del viajero. Pasaría por alto, tuve que hacerlo, seguro, el dolor y la desolación de Debra ante la enfermedad de su marido, la soledad que enloquece. El personaje alter ego de Paul Bowles, el escritor, con sus extrañas apariciones como narrador y augur de todos los futuros que acechan a la juventud de los personajes, la arrogancia de los seres intactos y escogidos.  “Como no sabemos cuándo vamos a morir llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable, sin embargo, todo sucede un número cierto de veces. Y no demasiadas”. Imprescindible lección, pero tan poco probable que fuera preocupante para mí en aquel entonces.  Y dejé pasar por alto su amargura, estoy convencida. Pero disfrutarla de nuevo, aunque sean otros los ojos y las escenas donde se detienen.

Cuando Jorge se va llega un no tiempo, similar al descrito en las lecturas de ciencia ficción de mi adolescencia. O eso me gusta imaginar. Es un tiempo suspendido y, sin embargo, desde el mismo momento en el que nos despedimos, pasa a ser mi tiempo, único, íntimo, irrepetible y libre. Con la sensación de habitar la densidad de unos días muy diferentes. Podría convertirme en una salvaje si no fuera por mi escrupuloso buen hacer, el cumplimiento de los tiempos y obligaciones que me arrastra. Sin esa pulsión que ordena mis días me cuesta poco imaginarme entregada al frenesí de ver películas, escuchar música, leer y leer, escribir a ratos, abandonada a la suerte de las letras, sin asear, rodeada de gatos desesperados – solo dos, pero a estas alturas serían demandantes como diez- y rodeada de cuadernos, hojas a medio escribir, diferentes bolígrafos. Y levantar la cabeza, sorprendida de repente con la llegada de Jorge, alucinada y loca. Debatiéndose mi ánimo entre la contrariedad por verlo allí, su aspecto de aventurero ya desventurado, su expresión de cansancio tras horas de vuelo, barba y cabello de lobesome, sexy, interrumpiendo mi estrenada nueva realidad de hace sólo unas semanas, y la alegría de ese mismo regreso, de ese mismo señor con ese mismo aspecto necesitado de cuidados y gazpachos sin vinagre. Y una buena ducha. En fin, el amor es una complicada ecuación y sigo sin saber manejarla. O no del todo y a todas horas.

Descubro a The Lemon Twigs y me quedo embobada con los sonidos del último disco de los Hnos. Gutiérrez y la belleza salvaje de sus rasgos. Los de ellos, morenos y perfiles recortados. También lo prosaico y carnal, no todo va a ser sublime, por favor, los dioses nos protejan de ciertos esnobismos.

Y sí, te añoro, landrú. Por eso escribo. Como sólo se puede añorar a aquel de palabra siempre ajustada, expresión al plexo, aquel que poco antes de partir nos definió como anarquistas melancólicos, por definir una ideología que ni sabemos cuál es, ni maldito nos importa. En realidad, pájaros raros y descolocados, perdedores de todo y sin mucho rumbo, para qué engañarnos. Pero rio internamente ante la cara de pasmo y extrañeza cuando orgullosamente lo digo en voz alta y paso por alto, también, la estupidez diaria que nos va cercando. Dador de revanchas.

Pasar la mirada sobre las cosas y que nunca sea la misma. Un verano más y aquí seguimos, mi mirada y yo. Y este modo de contarla.

 


 

jueves, 4 de julio de 2024

Melancolías varias

En estos meses que llevo sin escribir, mueren Hilary Mantel y Alice Munro. Dos de esos dedos que ofrendo una y otra vez a los dioses, sin obtener respuesta, por supuesto, para que me sea concedido el don de escribir como ellas. O parecido. Y ni por asomo. Los cuentos de la Munro llevan años acompañándome, una prosa densa y unos personajes cuyo diálogo interior saben tejer una trama en la que mi cerebro se asienta como si fuera el propio. A Munro, mejor leerla sentada en los alféizares de las ventanas y pies balanceándose, la brisa. De Mantel me enredaron sus intrigas morales de palacio y la profundidad política de sus personajes. No soy de novela histórica, pero reducir sus novelas a este género resultaría tan absurdo como definir a Zweig de la misma forma. Obviemos la simpleza de las etiquetas, por favor. A Mantel, leer sus libros acodada sobre una mesa y levantar la mirada a intervalos para tomar aire, así de cruel puede llegar a ser la naturaleza humana.

Dos dedos diferentes, ya dije, pero igual de necesarios.

En octubre, nacerá una cachorra más en la tribu, de nombre Iris. Las ecografías actuales donde se aprecian rasgos tan definidos dan un poco de miedo, parecido asombro al sentido en mi infancia cuando miraba por un microscopio y sin entender del todo qué. Mientras sus rasgos ganan en precisión, voy escribiendo una bienvenida en mi cabeza sin levantar la voz. Y sumando, seguimos. En junio da más placer sumar, siempre ha sido un mes contradictorio en la historia familiar, le dio por los sobresaltos una época y así nos llevó el mes, de almas en puño.

Oigo a Jorge comentar -hablando solo, le gusta hablar en voz alta para nadie, aunque no sea el único en esta casa, hasta a los gatos les gusta maullar sin esperar respuesta y un poco mirando hacia el tendido vacío- que “a esa chica - se refiere a alguien al que están entrevistando- le falta un fondo de armario cultural”. Otra de sus expresiones resorte, capaz de provocar mi risa y sorpresa al mismo tiempo y sin esfuerzo. Siempre pillándome desprevenida. Mira que tener un fondo de armario no es algo que me haya causado nunca el más mínimo interés, tan absurdo e innecesario me parecía el tiempo invertido en pensarlo. Pero él, capaz de conseguir dar la vuelta a un concepto y revestirlo de sentido. Y ahora tendré que hacerme yo también con uno, vaya por dios.

El mundo se agita. Un cajón desordenado en el que nadie pareciera recordar dónde iba el qué, aunque me deje perpleja esta amnesia cada vez más colectiva.  A ratos me asusta la predisposición de ruina que nos empuja y no sé qué pensar. Y, como el resto, hago como si no fuera conmigo. Pero no es así y ser consciente de ello me asusta aún más, la impotencia.

Ni me entero del comienzo de este verano y tres días después cumpliré 57 años en Tokio. Suena cosmopolita, lo sé, y me entra la risa si lo pienso, siendo, como soy, cada día más consciente de lo patanes de nosotros mismos que somos y de las ganas de no parecerlo que tenemos. Pero, palabrita, fue así, cumplí años en una ciudad que me voló la cabeza nada más llegar y aún me maravillo. Si tuviera que contar estos días no sería capaz, no de momento. Y ya de vuelta en Madrid, ¿producto del desfase horario? que impresión ver cuanta carne expuesta o que zafiedad la de nuestra educación. La grosería salta ante mi vista de forma tan patente que me cuesta llegar a creer que volveré a habituarme a ella.

Antes de nuestro viaje firmaremos un pacto: Jorge, hacedor del conteo silábico más ajustado a este lado del Mississippi, forastero, compondrá haikús diarios*. Yo, grabaré paisajes sonoros con la intención de recordar no sólo en imágenes. Una vez de vuelta, Jorge habrá ganado en creatividad y constancia. Cuándo no.

Y ahora, me espera un verano nada deseable. Mi mundo laboral cada día más tóxico y cínico. A veces me cuesta no llevar a casa la amargura que me provoca. Lo intento, sobre todo por Jorge, no lo merece, pero no es fácil. Ese sentimiento de culpa, la torpeza de no poder diferenciar de fuera hacia dentro, aunque siempre a sabiendas de que mi mundo no sea, ni por asomo, tan feo y ruin. Y eso, a lo mejor solo lo empeora. Adormecer la sensibilidad nunca se me dio bien.

Y sigue pasando el tiempo y ya van 19 y 15 años transcurridos este mes de junio, queridos míos. Falla el corazón, pero aún más la memoria, cuenta Chirbes en sus diarios. Y ni por esas lo olvido.  Ni os olvido. Qué improbable sería.

Lo mismo no debería hacerme mucho caso, ni siquiera cuando escribo, de este lado mi corazón y memoria, un poco flacos.



Imagen de Shomei Tomatsu

* Aquí, tan lejos

con ella de la mano

me siento en casa.