Todo comenzó con una lectura increíble, el comienzo de un nuevo curso perfecto. O eso me pareció. La Montaña Mágica de Thomas Mann y unos pocos locos entusiastas con un guía que dirigía un texto endiablado por sus simbolismos, la erudición del autor, las referencias históricas y literarias y una historia donde decidí quedarme a vivir durante un paréntesis al que robaba cualquier tiempo que pudiera robar. En fin, un texto clásico complejo y que se prestaba a ser desvelado con paciencia y amor por la literatura. Durante un mes y medio, a razón de 20 o 40 páginas diarias viví, pensé y estuve pendiente de una trama y unos personajes que dinamitaban mi mundo y conseguirían hacerme olvidar la realidad, esa que dejaba aparcada cada día antes de entrar en la Ciénaga: de lunes a viernes, de 9 a 18h. He de reconocer que en ocasiones, a la más mínima, volvía a la historia en forma de artículos y búsquedas en internet, pero lo negaré ante cualquier juzgado de lo laboral. J me recriminaba mi fijación, que ya estaba bien, que volviera al mundo real, pero el muy tramposo disfrutaba con mi lectura de párrafos en voz alta, con los descubrimientos diarios y los vaivenes de Castorp, ay, Hans Castorp, y el resto de personajes paralizados en aquella montaña mágica, pocos años antes del desencadenamiento de la GM. Settembrini se convirtió en mi alter ego, odié a Naphta, me reí con Behrens y Joachim y sus devenires me hicieron llorar. Hubo capítulos endiablados, páginas a las que debía dedicar horas y empeño, tanto esfuerzo, otras que volaban por la belleza, como hojas en el calendario de Castorp, y que engullía una y otra vez sin dar crédito a cómo estremecían mi sensibilidad.
Luego terminó la lectura y quedé expuesta, de nuevo, a la realidad.
Pero nació Iris, morena y pequeña. Con sus orejas pegadas, como marca una genética bien adiestrada, y los Pastor aparecieron en escena a la segunda. De nuevo un parto sencillo, ninguna complicación, ten cuidado y no empujes, y otra de los nuestros en este mundo, sin un punto de sutura. Paulina se asusta la primera vez que los ve, no reconoce a sus padres y huye de ellos, llora. El primer desconcierto de su vida y no saber cómo gestionarlo. Nadie sabría, niña mía. Pero poco a poco se acostumbra y ahora sólo lo muestra en una sed primaria de madre siempre a su alcance, por favor. El resto, transcurre con normalidad, la nueva vida se va abriendo paso y todos con ella. La oxitocina es contagiosa y parecemos un rebaño loco, la biología, ese imperativo que preferimos obviar por soberbia y estupidez.
Y luego la realidad, esa que dejaba aparcada cada día al entrar en la Ciénaga, solo que esta vez ya no pude, no me lo permitieron y todo salta por los aires. Bumm, dinamitada la mierda, y ya se sabe, quien recibe la mierda de otro, se mancha de mierda, quiera o no quiera. Cómo hablar de la caspa de este país, de empresarios ignorantes que apenas saben escribir, corrís, corris, (corréis, corréis quería decir en realidad aquel señor) fue su primera bronca por teléfono y aún recuerdo las risas al contárselo a Iñaki. El empresario soez, engañado a su vez por unos directores de personal que, sinvergüenzas, han decido robar al sujeto, y todos ellos estafando a la Comunidad que concede los concursos administrativos. En fin, la rueda, este país y sus dilemas sin resolver. Y una tullida imbécil con sentido de la dignidad y amor propio de por medio. Nada podía salir bien, diría cualquier gánster de medio pelo.
Y durante una semana anduve y lloré, lloraba y andaba, a todas horas, mi pensamiento como una pelota de ping pong ablandando el cerebro. Pero ahora ya no, sabiendo que hay ciénagas que no merecen la pena y que ya veremos, y que ya se verá. Y que no siempre van a ganar los mismos, la misma mierda, ese mundo de púas. Esa rara enfermedad que es el mundo.
Y qué coño, siempre quedará la poesía. Aunque sea en la extrañeza y con abrigo (en los míos).
Pues Colors