Hay veces que las piezas extrañas que conforman la vida parecieran encajar. Parecen, un espejismo, claro, no aseguro que lo hagan ni confiaría demasiado en ello. Allí, donde los demás ven señales yo suelo ver intenciones, pero este sería otro tema, querido mío. Hoy, el tema serás tú y cómo disfrutarías de este hecho. Tu vanidad, luminosa o dañina, dependiendo del momento, pavonearía una sonrisa seductora y una mirada a la altura. Encantador de serpientes. Y hasta las serpientes, solo ellas, serían suficiente y un buen pago de los dioses, aún de los más recelosos, por volver a tener esa sonrisa canalla delante. Por una vez y por caminar hacia atrás con el tiempo y contigo
Este año se cumplen 50 años de la publicación de Mortal y Rosa, el libro de Francisco Umbral que, insaciable, lloraba y leía, sigo sin
saber en qué medida, hace ahora 20 años, el mismo año en el que tu adiós se
hizo perpetuo. Umbral no te caía muy
bien, pero así fueron las cosas aquel año, tú me abandonaste y yo decidí llorar
y sentirme acosada por la pena, penita, pena, lacerante, y ya no volver
a hacerte demasiado caso en tus gustos y opiniones. Mi ánima, alma y ánimo
desconectados del sentido de vivir y, como los niños perdidos que acompañaban a
Peter Pan, desvalidos y sin coordenadas. Estos 50 y 20 años parecieran cifras
con algún significado, pero no lo tienen, y tampoco están cerradas, el tiempo
seguirá pasando y en él, yo seguiré releyendo el libro y tú, seguirás sin
llegar y aprobando que te aventaje en edad.
Nunca los abrazos sabrían a tanto como aquel año -hace 20,
ya lo dijimos. Aunque luego volvería a pasar, pero otro tema, de nuevo, y otra muerte. - O el tacto como gesto imprescindible, sencillo de sentir. Y hambre de sencillez teníamos los tuyos aquellos días, algo que aligerara la
carga del aturdimiento y el dolor-. Suficiente para tomar aire y seguir
caminando.
Cuentan que Henry James, en la hora de su muerte, dijo: aquí
está, al fin, esa distinguida cosa. Eso dicen y no podremos saber nunca si
fue cierto o James moriría como todos los que he conocido: lamentos casi
apagados y un silencio que siempre es recibido, al menos en un primer momento,
con alivio y un suspiro contenido, como si las respiraciones ansiaran mantener
aún su hilo de conexión. El último hilo reconocible y vital entre ellos, los
que se van, y nosotros, justo antes del desasosiego y la conmoción.
No hay que perder de vista a los muertos, tienen vida
propia, esto lo aprendí algo después. Y aquí estoy, para recordártelo y
advertirte que lo sé. Y que no me basta, pero me conformo. De qué otra manera
si no.
Navegante, una semana antes de morir. Y en esa belleza, juventud, paralizado, quedarás por siempre. Qué extraño pensamiento para la náufraga que soy.
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