sábado, 9 de agosto de 2025

Un número finito de veranos

Ya lo he mencionado, me cuesta encontrar acomodo en el verano. Acabo por tener la sensación de formar parte de una nebulosa a medias perdida entre el calor extremo de Madrid y un algo está por llegar que no llego a definir. Marchar y regresar, encontrarnos con diferentes y queridos amigos, peces plateados que brillan y se van, indolentes sin mirar hacia atrás, pero volverán y aquí estaremos como decíamos ayer,  vacaciones y viajar a Alemania, ¡por fin!,  volver al trabajo en apenas un respiro, luego tú te pierdes en cualquier lugar ignoto y difícil de recordar en Sudamérica, uno de mis viajes rápido con M, este otro con R, quedarme en casa disfrutando de una codiciada soledad, modo avión y no escuchar, leer y no saber -de nadie, o sólo a ratos, desatendida, desatenta casi de todo con la única excepción de ti, claro, siempre de ti- con nuestros audios de ida y vuelta, los míos prosaicos, he ido y he vuelto al trabajo, describo la mediocridad de mi día, como siempre, si no fuera por mi extraña fantasía y esa querencia a hacer el ganso, los tuyos aventureros, una de canoa, otra de cordilleras y aves tan bellas que reconozco tu estremecimiento y entusiasmo al describirlas. Imaginar tu sonrisa dichosa, la adivino en tu voz, aunque por medio haya miles de kilómetros y eso ya en sí es un milagro. Plenitud y estar donde toca estar.  No hay mayor libertad que esa en ti, he aprendido a reconocerla y me acaricia como si fuera mía.

Este verano solitario se hace un poco más cuesta arriba, el dolor y el calor no se llevan bien y una operación en la boca, quién podría romperse el frenillo inferior, complica la concentración cuando se pasa el efecto de las benditas drogas. Aun así, busco la manera de entretenerme hasta el próximo analgésico y todo vale. Desde hablar con Gata y Gato, envidiando su despreocupación mundana o buscar mis programas preferidos de Los Ultrasónicos de Radio 3 y bailar con ritmo lento, no estoy para esfuerzos, buscando mi centro zen - ya lo tarareó Battiato- el verdadero, el que me haga sentir una madreselva creciendo y no un puñetero ser humano doliente y maldiciendo por unas terminaciones nerviosas con tendencia a la queja. No lo encuentro, pero insisto. A veces alcanzo el estado de helecho malogrado. Me sirve.

Y una pelea familiar, yo contra ellos, como no, yo contra el mundo en su enésima versión de una rebeldía inútil, me recuerda que todo cada día se vuelve más descarnado y tengo la impresión de que estamos perdiendo como grupo la naturaleza de un yo humano, compasivo y conmovido. Me da miedo este general de estar olvidando los hábitos sociales -se llaman hábitos porque se aprenden y practican y si no andas con cuidado, se pueden olvidar- en aras de una conexión digital, cómoda y poca invasiva, pero tan artificial e impostada que confunde un emoticono con el homólogo real y maloliente de una emoción o un análisis. O seré yo, en esta versión de señora sin ganas de complacencias y con poca intención de plegarme a la necedad general. He leído que ese sentir superficial es consecuencia de eso que llaman epidemia de la soledad y que tiene que ver con el covid y su encierro, pero también es verdad que leo demasiado y nunca tengo claro si no se tratará de disparates flor de un día, con más contenido equivoco que real.

En nuestro viaje a Alemania me acompaña Los Effinger de Gabriele Tergit en  editorial Asteroide. No sé si maravilla, no lo es, le faltaría magia, ese pulso que traspasa el pensamiento de un escritor a su lector, pero retrata un tiempo, y lo hace con corrección, que quisimos olvidado. Una vida en descenso porque la historia lo fue y ese lapsus que sucedió, un asombro que acabó en muerte para unos e infamia para los supervivientes. Paradójico si contemplamos la actualidad, pero no es mi intención en esta entrada. Menudo jardín, quién es la guapa que desbroza.

Encontrarme en una sala del Museo Germano de Nuremberg, súbita al dar la vuelta, de cuadros en la pared dispuestos de arriba abajo, gabinete de curiosidades sin orden ni concierto, o quizás sí, qué sé yo de ordenación de colecciones y mucho menos de arte alemán más allá de mi disfrute, pero de repente aquel desorden que recuerdo alborotado de cuadros en El Prado, hace ya tanto, y un estremecimiento inmediato de reconocimiento y júbilo. Tengo una foto que lo atestigua y una expresión, algo pueril, del reencuentro con ese otro orden, una forma de disponer las obras que nada tiene que ver con la actual. No valoro esa intención, hablo de un reconocimiento que, como un chispazo de euforia, regresó desde tan lejos y me sacudió por sorpresa.

Nuestro viaje ha sido un encuentro tranquilo con la belleza, sin la prisa ni la necesidad de hacer todo o mucho. Bastó el propósito inicial, casi como un juramento de sangre, así de exigente e insensato es nuestro tiempo, y luego todo transcurrió con un sencillo aislarse. Salvo de nosotros mismos y sin el esfuerzo de mantener a raya al mundo. Resultó tan fácil que me parece imposible no caer en ello cada día.

Estos días, un documental sobre la exposición de Vermeer del 2024 y sentirme conmovida, de nuevo la palabra, por un señor de 71 años al contemplar un descubrimiento del que sabe será su último cuadro del pintor. Y su llanto. Ese llanto es el que quiero al cumplir su edad. Y me queda menos de lo que me gustaría creer y pensar. En realidad, ese llanto es el que querría para esta especie por muchas razones. Porque significaría que nada sería más necesario que la sensibilidad y la posibilidad de sentir un estremecimiento con el resto de nuestras necesidades cubiertas. Que la humanidad, en todo su conjunto, podría dedicarse a contemplar y apreciar la belleza, sin más. La que cada cual entendiera. Pero eso conllevaría tanto. Un salto al vació imposible de concebir.

Cuenta en sus versos Aurora Luque, mi última poeta desvelada (los poetas se desvelan, no se descubren) y en su obra Un número finito de veranos.

La vida no acostumbra a ejercer de paraíso/ pero brinda sus horas de abrazo y jardín/ y los secretos de cables laberínticos.

Pues así. Felices y acertados cables tengan ustedes este verano.



Imagen de Ruth Orkin





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