Ya lo he mencionado, me cuesta encontrar acomodo en el
verano. Acabo por tener la sensación de formar parte de una nebulosa a medias
perdida entre el calor extremo de Madrid y un algo está por llegar que
no llego a definir. Marchar y regresar, encontrarnos con diferentes y queridos amigos,
peces plateados que brillan y se van, indolentes sin mirar hacia atrás, pero
volverán y aquí estaremos como decíamos ayer, vacaciones y viajar a Alemania, ¡por fin!, volver al trabajo en apenas un respiro, luego
tú te pierdes en cualquier lugar ignoto y difícil de recordar en Sudamérica, uno
de mis viajes rápido con M, este otro con R, quedarme en casa disfrutando de
una codiciada soledad, modo avión y no escuchar, leer y no saber -de nadie, o
sólo a ratos, desatendida, desatenta casi de todo con la única excepción de ti,
claro, siempre de ti- con nuestros audios de ida y vuelta, los míos prosaicos, he
ido y he vuelto al trabajo, describo la mediocridad de mi día, como
siempre, si no fuera por mi extraña fantasía y esa querencia a hacer el ganso,
los tuyos aventureros, una de canoa, otra de cordilleras y aves tan bellas que
reconozco tu estremecimiento y entusiasmo al describirlas. Imaginar tu sonrisa
dichosa, la adivino en tu voz, aunque por medio haya miles de kilómetros y eso
ya en sí es un milagro. Plenitud y estar donde toca estar. No hay mayor libertad que esa en ti, he
aprendido a reconocerla y me acaricia como si fuera mía.
Este verano solitario se hace un poco más cuesta arriba, el dolor y el
calor no se llevan bien y una operación en la boca, quién podría romperse el
frenillo inferior, complica la concentración cuando se pasa el efecto de las
benditas drogas. Aun así, busco la manera de entretenerme hasta el próximo
analgésico y todo vale. Desde hablar con Gata y Gato, envidiando su despreocupación mundana o buscar mis programas preferidos de Los Ultrasónicos de Radio 3 y
bailar con ritmo lento, no estoy para esfuerzos, buscando mi centro zen - ya lo tarareó Battiato- el verdadero, el que me haga sentir una madreselva creciendo y no un
puñetero ser humano doliente y maldiciendo por unas terminaciones nerviosas con
tendencia a la queja. No lo encuentro, pero insisto. A veces alcanzo el estado
de helecho malogrado. Me sirve.
Y una pelea familiar, yo contra ellos, como no, yo contra el
mundo en su enésima versión de una rebeldía inútil, me recuerda que todo cada
día se vuelve más descarnado y tengo la impresión de que estamos perdiendo como
grupo la naturaleza de un yo humano, compasivo y conmovido. Me da miedo este
general de estar olvidando los hábitos sociales -se llaman hábitos porque se
aprenden y practican y si no andas con cuidado, se pueden olvidar- en aras de
una conexión digital, cómoda y poca invasiva, pero tan artificial e impostada
que confunde un emoticono con el homólogo real y maloliente de una emoción o un
análisis. O seré yo, en esta versión de señora sin ganas de complacencias y con
poca intención de plegarme a la necedad general. He leído que ese sentir
superficial es consecuencia de eso que llaman epidemia de la soledad y que
tiene que ver con el covid y su encierro, pero también es verdad que leo
demasiado y nunca tengo claro si no se tratará de disparates flor de un día,
con más contenido equivoco que real.
En nuestro viaje a Alemania me acompaña Los Effinger de
Gabriele Tergit en editorial Asteroide.
No sé si maravilla, no lo es, le faltaría magia, ese pulso que traspasa el
pensamiento de un escritor a su lector, pero retrata un tiempo, y lo hace con
corrección, que quisimos olvidado. Una vida en descenso porque la historia lo
fue y ese lapsus que sucedió, un asombro que acabó en muerte para unos e
infamia para los supervivientes. Paradójico si contemplamos la actualidad, pero
no es mi intención en esta entrada. Menudo jardín, quién es la guapa que
desbroza.
Encontrarme en una sala del Museo Germano de Nuremberg,
súbita al dar la vuelta, de cuadros en la pared dispuestos de arriba abajo,
gabinete de curiosidades sin orden ni concierto, o quizás sí, qué sé yo de
ordenación de colecciones y mucho menos de arte alemán más allá de mi disfrute,
pero de repente aquel desorden que recuerdo alborotado de cuadros en El Prado,
hace ya tanto, y un estremecimiento inmediato de reconocimiento y júbilo. Tengo
una foto que lo atestigua y una expresión, algo pueril, del reencuentro con ese
otro orden, una forma de disponer las obras que nada tiene que ver con la
actual. No valoro esa intención, hablo de un reconocimiento que, como un
chispazo de euforia, regresó desde tan lejos y me sacudió por sorpresa.
Nuestro viaje ha sido un encuentro tranquilo con la belleza,
sin la prisa ni la necesidad de hacer todo o mucho. Bastó el propósito inicial,
casi como un juramento de sangre, así de exigente e insensato es nuestro
tiempo, y luego todo transcurrió con un sencillo aislarse. Salvo de nosotros
mismos y sin el esfuerzo de mantener a raya al mundo. Resultó tan fácil que me
parece imposible no caer en ello cada día.
Estos días, un documental sobre la exposición de Vermeer del
2024 y sentirme conmovida, de nuevo la palabra, por un señor de 71 años al
contemplar un descubrimiento del que sabe será su último cuadro del pintor. Y
su llanto. Ese llanto es el que quiero al cumplir su edad. Y me queda menos de
lo que me gustaría creer y pensar. En realidad, ese llanto es el que querría
para esta especie por muchas razones. Porque significaría que nada sería más necesario
que la sensibilidad y la posibilidad de sentir un estremecimiento con el resto
de nuestras necesidades cubiertas. Que la humanidad, en todo su conjunto,
podría dedicarse a contemplar y apreciar la belleza, sin más. La que cada cual
entendiera. Pero eso conllevaría tanto. Un salto al vació imposible de concebir.
Cuenta en sus versos Aurora Luque, mi última poeta desvelada
(los poetas se desvelan, no se descubren) y en su obra Un número
finito de veranos.
La vida no acostumbra a ejercer de paraíso/ pero brinda sus
horas de abrazo y jardín/ y los secretos de cables laberínticos.
Pues así. Felices y acertados cables tengan ustedes este
verano.
Imagen de Ruth Orkin
No hay comentarios:
Publicar un comentario