Todo comienza con el libro de Esther Tusquets, Confesiones de una vieja dama indigna, algo que espero ser con el tiempo -vieja seguro, me refiero a dama e indigna- que compro por 3€ en una de mis librerías-caos preferida cuando nos desplazamos a Valencia, París-Valencia, laberinto de libros y ofertas donde merece la pena la paciencia y la rebusca. Y no hablo del precio sino de mantener títulos en sus estantes, el verdadero lujo de nuestros tiempos. En el libro, Tusquets relata los recuerdos de su vida como editora, cotilleos vintage, salpicados de mala baba y criterio, o no, y de sus fascinaciones entre amigos, amores y libros. Me lo paso pipa y decido ir de oca en oca y paso a otros editores, estos italianos, Einaudi, paradigma del mundo editorial europeo en los años 60 y 70 y recién publicado este pasado verano, La Tribu Einaudi: retrato de un grupo de Ernesto Ferrero, integrante de ese mismo grupo. No soy de señales, pero sí de ocas como ya he dicho, así que me lo pido aprovechando la novedad. Por sus páginas aparece el retrato de algunos de mis escritores italianos preferidos, que permanecen en mi vida desde aquellas lecturas adolescentes -caracterizadas por quedarse durante días pegadas al pensamiento, resplandeciendo, como nunca más volvería a suceder- Calvino y Pavese, y hasta la Ginzburg que llegara a mis lecturas mucho después y con ánimo de quedarse. En el libro aparecen, junto a otros, en su faceta de colaboradores de la editorial y toman cuerpo de forma diferente en mi cabeza, personales y sólidos, más allá de los contadores de historias que había dibujado en mí la lectura de sus escritos. Y de ahí salto a las Memorias de Carlos Barral, -el paso lógico me pareció y a mis ocas también-, tres tomos que publicara el autor, reunidos por Lumen en un solo volumen en las que aún me muevo, pasando del libro en papel al electrónico por no cargar su peso a todas horas y leerlo en trayectos o cuando la vista comienza a emborronarse por exceso de páginas.
Y sin poderlo evitar me asalta la nostalgia de un tiempo que nunca viví, la peor nostalgia que existe por especulativa, recreando un tiempo que fue el de otros. Pero como aspiro a ser indigna decido permitírmelo y me cuento del poder salutífero de la literatura, el amor y la fascinación por los libros que todos estos escritores, ahora personajes para mí, sintieron y compartieron. Esa visión que nos convierte en mejores seres humanos, más completos -que no mejores personas, por favor, esa aspiración judeocristiana y redentora, pero inútil si hablamos de lectura- el mundo editorial como un trabajo destinado a resultar útil a los demás, al despertar de una conciencia y un conocimiento. La idea de llevar a cabo un trabajo colectivo, como cadena de solidaridad humana, que contaba Calvino, contrapuesto al actual, concepto de trabajo utilitarista, competitivo. Y todos sabemos del fracaso de aquella aspiración en la actualidad, sólo hay que pasarse por la mesa de novedades de cualquier librería, de la muerte de estas, si son pequeñas, por estrategias editoriales y comerciales (¿sabíais que del último premio Planeta se permitía la compra de sólo tres ejemplares a estas librerías el día de su salida a mercado?). En fin, la vacuidad de la escritura en la mayor parte de los últimos libros publicados, escritura y edición reducida a una faja ideada por cualquier imbécil carente de imaginación. O pobre, lo mismo el último mono mal pagado.
Pero como no podía ser de otra forma, y después de la recomendación de uno de los oráculos vitales y literarios de mi vida, tras las Memorias de Barral llegará el zorro y no la oca: El cura y los mandarines de Gregorio Morán. Que echará por tierra el trabajo de lo leído estos meses y mis recreaciones míticas.
Y debo ser un poco sádica conmigo misma porque me muero de ganas.
Morir no tiene nada de extraordinario, no mientras podamos dejar algo nuestro que sea útil a los demás. Italo Calvino

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