domingo, 31 de diciembre de 2023

Y este juego que nos traemos

El final de año se presenta con algunas encrucijadas vitales, no propias, sino de personas muy cercanas, que buscan refugio y guía en nuestra casa. Lo primero lo ofreceremos de la única manera que sabemos: películas, palomitas y conversaciones entre vinos y bocados. Y más de una risa, no todo va a ser incertidumbre o dejarse ganar la partida. Lo segundo es más complicado, a estas alturas confiar en aconsejar nos parece un espejismo y si ellos no lo saben, nosotros sí, quién podría ofrecer caminos que no sean los propios y casi siempre equivocados. Las pocas veces que acertamos fue debido a la chiripa y la perplejidad que dio el acertar. Me gustaría tranquilizarlos y asegurar otra cosa, pero no, me niego a mentir y ofrecer un falso consuelo. Ya, menudo refugio, dicen.  Lo sé, les digo. Pero siguen viniendo. Se ve que el respaldo bastará en situaciones así. Y no tanto la experiencia y la confianza en el juicio.

También son los días en solitario, esa escapada que aprovechamos para no hacer nada, días sin más, porque hay en ellos sentido y alegría, pero sin ninguna finalidad. De vagar sin rumbo y a carcajadas los despistes tan propios de los dos y las gansadas que se nos ocurren cuando estamos juntos, sin estar supeditados a la intendencia de lo cotidiano. Días soleados, pero fríos y ese color que define los contornos de la luz en invierno y la sensación de encontrarse en otro mundo.  Algún que otro humedal, pero sosos, muy sosos este invierno salvo por descubrir a un calamón de un furioso color azul y rojo o algunas cencetas adormiladas y el amarillo de su lomo.  Pero termino por aburrirme, desastre de aspirante a pajarera soy, y me coloco los auriculares para escuchar música o historias. Unas horas después, y ya en la ciudad, encontramos una fiesta local que desconocíamos. A cada paso un ritual religioso e identitario en este país nuestro. Y qué bien nos iría sin unos ni otros, pienso, rituales los de cada cual en su casa o al levantarse o al irse a la cama, de ser necesarios. Las puestas en escena me aburren y no puedo evitar pensar en lo vanas que resultan. Que dogmática eres, me señala Jorge. Es posible, pero es que no lo entiendo, nunca me entrará en la cabeza la necesidad. Tampoco el jolgorio que levantan.

Termino el año con el mismo libro que comenzará el 2024 porque hoy ya no lo acabo, Ojo de gato de Margaret Atwood.  Un ensayo sobre El fin de la novela de amor, de Vivian Gornick y, paseado por nuestra geografía, pero hecho bola y que ya retomaré en unos días, La Sociedad del cansancio, del último filósofo de moda y ya veremos, Buyng-Chul Han.  No hablaré de las mejores lecturas de este año, nunca sé situar mis lecturas en apartados, me cuesta hacer listas y mucho más establecer niveles en ellas. O tal vez este año bastó con poder leer y hacerlo con atención y ganas. En fin, no quiero quejas, Marga. La Atwood, en mi línea de mencionar a las grandes escritoras como a divas y con el deje catalán del artículo antecediendo al nombre propio -como si no pudiéramos elegir siempre lo que nos convence de cada lugar, y quién me lo prohibiría-. Llevo doscientas páginas de su libro y busco un hueco cada momento para poder leer. Me convence la historia de esa niña, me lleva a mi propia infancia en ocasiones, en la relación con la familia, la admiración que un niño puede sentir por el hermano mayor, que en mi caso fueron más de uno y poder elegir qué admirar, y ese tiempo detenido que es el crecer. Y la crueldad infantil de la que no fui consciente hasta haber crecido, tuve suerte, nunca la viví, no al menos de una forma traumática o trascendental. Lo que me ha llevado a sospechar en más de una ocasión sino la ejercería yo sobre alguien, tengo un vago recuerdo de jungla en los tiempos escolares. Pero mi infancia se borró de golpe al cumplir los 14 y recuerdo poco, poco salvo el refugio y la confianza que tenía en mí misma y mi mundo. Por lo que no puedo evitar dar gracias, soy consciente de que esa percepción me hizo recomponerme, afrontar años de dolor y desconcierto con una fortaleza y lucidez que no siempre bastaron, pero que ayudarían.

La banda sonora del día de hoy:  Natalia Lafourcade – el disco más bello del año para mí-, Xoel López, Curtis Harding -bigotón y gafotas mediante- y por echar de menos a los míos: The Teskey Brothers y los Hermanos Gutiérrez. Ándale y ándale, cuates.

Y los poemas de Louis Glück, del último libro publicado antes de su muerte, Noche fiel y virtuosa. Una voz que nos habla desde la vejez y la aceptación de la muerte. Ya, qué juerga, pero a mí me sitúa. Memento mori, mejor no olvidarlo sobre estos laureles, generala de tu vanidad.

En unas horas vendrán los vecinos que el año pasado se mudaron a la misma planta. Hoy hace un año, llamaron a la puerta con una botella de vino blanco y unas copas para brindar. Y el resto del año apenas si saludaron. Creo que hoy no abriré la puerta. O sí.

El tiempo no es una línea, sino una dimensión, como las dimensiones del espacio (…) El tiempo no se observa volviendo la vista atrás, sino más bien buceando por él como si fuera agua. A veces sale a la superficie una cosa, a veces otra, a veces nada.

Ojo de gato. M. Atwood.

Terminando el año así, nada malo nos puede pasar. Lo extiendo a vosotros. O a ti. 

Y mañana lunes.



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