Escribir es una cuestión de trance. Como leer, pero más
intensa. Por eso lo echo tanto de menos. Dónde colocar la necesidad. Ya me gustaría saberlo y convencerme.
Tengo gatos tan domesticados, perdidos en un mundo que no es
el suyo, que ante una polilla acechando distraen su atención buscando mi
caricia antes que la caza. A veces me pregunto qué hacemos como especie en
relación con otras. Si las leyes del universo no nos harán pagar por esta
infamia.
Qué hacer con los abismos, las grietas que descubres, que te
separan de los otros, sobre todo de aquellos que creías cercanos. Ese
sentimiento de desconcierto capaz de llevarte a un “no te reconozco” cuando
antes estabas plenamente convencida de hacerlo. Creo que con los años he
aprendido a encajarlo, a que la perdida no sea tanto hacia mí misma, mi error
de cálculo, sino a aceptar que la vida de cada cual arrastra y lleva a otros
caminos. Y a estas alturas me asomo a los abismos más con curiosidad que con dolor.
Bien por mí, pequeña ingenua, ya que no cesan.
¿Todo será una cuestión de tiempo? Coincidir en el tiempo,
en el ritmo, en la pausa. Y cada vez cuesta más o eso parece. Nunca fue la
distancia, siempre fue el tiempo. ¿O lo que antes fue distancia, ahora se
convierte en tiempo? Será esta la diferencia al cumplir años. La perspectiva
cambia, no hay tiempo que perder y la percepción de su transcurso es más acuciante.
Existe una palabra en alemán, Gemütlich, que significa algo
así como calidez y bienestar, acogedor, referido al espacio que nos rodea. Ese idioma capaz
de definir con exactitud una sensación difusa. Busco en la vida las excusas
necesarias para hacer de ella ese lugar cálido y olvidar lo que tiene de
desatenta e insulsa. Y a veces es tanto que cómo no recordárselo y hacer el
esfuerzo diario. Gemütlich, susurro.
Nunca tanto significó tan menos. Se me ocurre viendo los
estrenos de películas semanales o parándome delante de las novedades
literarias. Una gula desproporcionada incluso con respecto a nuestros deseos. La sensación, cada vez más, de pertenecer a
una especie voraz y descontrolada. Si no
estuviera convencida de la falta de finalidad en la evolución más allá de la
supervivencia a ciegas del sistema natural, diría que sea trata de una venganza
calculada. Y profundamente irónica.
Sigo releyendo los cuadernos de Carmen Martín Gaite. Debe
ser la edad, la mía y la suya al escribirlos, la coincidencia que salta en el
entendimiento mutuo: Aprender a convertir las derrotas en literatura,
escribe. Las fracturas, le digo, quien pudiera convertirlas siempre. Leyendo
del personaje que la autora férreamente construye tras la muerte de su hija, se
me ocurre: personajes ¿y quién no? Y lo
que no deja de ser más humano: ¿cómo no?
También he leído este tiempo a Elena Garro, la autora
mexicana, bellísima, ex de Octavio Paz y a la gresca ambos durante muchos años.
Su vida me parece de una tristeza infinita y tan a los pies del malentendido -y
si la vida no fuera más que eso, un malentendido, escribía el pintor Barceló, y
se me quedó grabado como certeza, de las pocas en las que podría llegar a
creer- que para muchos de sus contemporáneos se quedó para siempre como la loca
de Garro. Y ya sabemos de esa etiqueta, a veces, muchas veces, utilizada para
señalar a los incómodos o a los de pensamiento original, que no loco. O qué sería loco y qué no. En cualquier caso, su vida pudiera parecerme trágica, pero no
así su escritura: lúcida, con una tecla acierta la descripción y maestría y qué
salvaje todo, que de este lado y el otro, qué del prisma de la existencia. Mi
hermanita Magdalena, una delicia, algo descabalada la trama, eso sí, y ni siquiera es considerado su mejor
libro, a los que iré llegando: “Para saber por vez primera que la vida no
era espejo límpido en el cual nos deslizábamos iguales reflejos apacibles, sino
un laberinto oscuro poblado de acechanza que no podíamos prevenir. Recuerdo con
temor esa tristeza súbita y desconocida”. Y por mi parte no tener tan
acertada descripción de ese momento en el que uno fue consciente de crecer de
golpe, de conocer una tristeza súbita y nunca antes sentida.
Y no olvidar hablar de Kairós, mi mejor lectura del año 2025. Cronos,
el tiempo estático, la historia, y Kairós, el tiempo instante, la oportunidad y
su flequillo, puff si lo trasladas al momento en el que la Alemania del este es engullida por su equivalente occidental. Gracias, Jenny Erpenbeck. O de las risas que nos traemos estos días
con las listas de los mejores libros, películas, álbumes de los últimos 25 o 50
años, según el diario. Los bufidos que escucho en casa: “no puede ser, pero
¿están locos? “o los que yo misma lanzo: “decididamente están locos”, pero qué
buenos ratos para despotricar con o sin razón, qué más dará. Y para darnos la razón uno al otro y besarnos
al final de los bufidos, encantados de habernos encontrado, tan acordes nuestros gustos. O, al
menos, nuestras fobias. Y el resto, ojos pipa, intranquilidad y temores,
pero también alegría de haber llegado a esta escapada sin los rasguños que
creíamos. Aplicaciones que nos vuelven a perder, en la rotonda… y se
calla, el muy puñetero, sin continuar la indicación, como la vida y su falta de instrucciones, a ver si en lugar de un navegador el mío es oráculo y de mala intención.
Y que J vuelva a viajar lo antes posible. Y que yo me quede como estoy, sin
virgencitas innecesarias. Y que los propósitos de año nuevo sean más
despropósitos, porque lo dice J y basta. Y que mi gente, esos peces plateados,
sigan ahí, unos siempre en relación conmigo y ellos o viceversa, y ser
consciente de la suerte y el buen vivir.
Y en el 2026 más y sus regalos. Que los hay, gracias I.
Y ya. Y la vida y demás y de dentro. Feliz estreno tengan ustedes.

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