miércoles, 31 de diciembre de 2025

En un instante

Escribir es una cuestión de trance. Como leer, pero más intensa. Por eso lo echo tanto de menos. Dónde colocar la necesidad. Ya me gustaría saberlo y convencerme.

Tengo gatos tan domesticados, perdidos en un mundo que no es el suyo, que ante una polilla acechando distraen su atención buscando mi caricia antes que la caza. A veces me pregunto qué hacemos como especie en relación con otras. Si las leyes del universo no nos harán pagar por esta infamia.

Qué hacer con los abismos, las grietas que descubres, que te separan de los otros, sobre todo de aquellos que creías cercanos. Ese sentimiento de desconcierto capaz de llevarte a un “no te reconozco” cuando antes estabas plenamente convencida de hacerlo. Creo que con los años he aprendido a encajarlo, a que la perdida no sea tanto hacia mí misma, mi error de cálculo, sino a aceptar que la vida de cada cual arrastra y lleva a otros caminos. Y a estas alturas me asomo a los abismos más con curiosidad que con dolor. Bien por mí, pequeña ingenua, ya que no cesan.

¿Todo será una cuestión de tiempo? Coincidir en el tiempo, en el ritmo, en la pausa. Y cada vez cuesta más o eso parece. Nunca fue la distancia, siempre fue el tiempo. ¿O lo que antes fue distancia, ahora se convierte en tiempo? Será esta la diferencia al cumplir años. La perspectiva cambia, no hay tiempo que perder y la percepción de su transcurso es más acuciante.

Existe una palabra en alemán, Gemütlich, que significa algo así como calidez y bienestar, acogedor, referido al espacio que nos rodea. Ese idioma capaz de definir con exactitud una sensación difusa. Busco en la vida las excusas necesarias para hacer de ella ese lugar cálido y olvidar lo que tiene de desatenta e insulsa. Y a veces es tanto que cómo no recordárselo y hacer el esfuerzo diario. Gemütlich, susurro.

Nunca tanto significó tan menos. Se me ocurre viendo los estrenos de películas semanales o parándome delante de las novedades literarias. Una gula desproporcionada incluso con respecto a nuestros deseos.  La sensación, cada vez más, de pertenecer a una especie voraz y descontrolada.  Si no estuviera convencida de la falta de finalidad en la evolución más allá de la supervivencia a ciegas del sistema natural, diría que sea trata de una venganza calculada. Y profundamente irónica.

Sigo releyendo los cuadernos de Carmen Martín Gaite. Debe ser la edad, la mía y la suya al escribirlos, la coincidencia que salta en el entendimiento mutuo: Aprender a convertir las derrotas en literatura, escribe. Las fracturas, le digo, quien pudiera convertirlas siempre. Leyendo del personaje que la autora férreamente construye tras la muerte de su hija, se me ocurre:  personajes ¿y quién no? Y lo que no deja de ser más humano: ¿cómo no?

También he leído este tiempo a Elena Garro, la autora mexicana, bellísima, ex de Octavio Paz y a la gresca ambos durante muchos años. Su vida me parece de una tristeza infinita y tan a los pies del malentendido -y si la vida no fuera más que eso, un malentendido, escribía el pintor Barceló, y se me quedó grabado como certeza, de las pocas en las que podría llegar a creer- que para muchos de sus contemporáneos se quedó para siempre como la loca de Garro. Y ya sabemos de esa etiqueta, a veces, muchas veces, utilizada para señalar a los incómodos o a los de pensamiento original, que no loco. O qué sería loco y qué no. En cualquier caso, su vida pudiera parecerme trágica, pero no así su escritura: lúcida, con una tecla acierta la descripción y maestría y qué salvaje todo, que de este lado y el otro, qué del prisma de la existencia. Mi hermanita Magdalena, una delicia, algo descabalada la trama, eso sí, y ni siquiera es considerado su mejor libro, a los que iré llegando: “Para saber por vez primera que la vida no era espejo límpido en el cual nos deslizábamos iguales reflejos apacibles, sino un laberinto oscuro poblado de acechanza que no podíamos prevenir. Recuerdo con temor esa tristeza súbita y desconocida”. Y por mi parte no tener tan acertada descripción de ese momento en el que uno fue consciente de crecer de golpe, de conocer una tristeza súbita y nunca antes sentida.

Y no olvidar hablar de Kairós, mi mejor lectura del año 2025. Cronos, el tiempo estático, la historia, y Kairós, el tiempo instante, la oportunidad y su flequillo, puff  si lo trasladas al momento en el que la Alemania del este es engullida por su equivalente occidental. Gracias, Jenny Erpenbeck. O de las risas que nos traemos estos días con las listas de los mejores libros, películas, álbumes de los últimos 25 o 50 años, según el diario. Los bufidos que escucho en casa: “no puede ser, pero ¿están locos? “o los que yo misma lanzo: “decididamente están locos”, pero qué buenos ratos para despotricar con o sin razón, qué más dará.  Y para darnos la razón uno al otro y besarnos al final de los bufidos, encantados de habernos encontrado, tan acordes nuestros gustos. O, al menos, nuestras fobias. Y el resto, ojos pipa, intranquilidad y temores, pero también alegría de haber llegado a esta escapada sin los rasguños que creíamos. Aplicaciones que nos vuelven a perder, en la rotonda… y se calla, el muy puñetero, sin continuar la indicación, como la vida y su falta de instrucciones, a ver si en lugar de un navegador el mío es oráculo y de mala intención. Y que J vuelva a viajar lo antes posible. Y que yo me quede como estoy, sin virgencitas innecesarias. Y que los propósitos de año nuevo sean más despropósitos, porque lo dice J y basta. Y que mi gente, esos peces plateados, sigan ahí, unos siempre en relación conmigo y ellos o viceversa, y ser consciente de la suerte y el buen vivir.

Y en el 2026 más y sus regalos. Que los hay, gracias I.

Y ya. Y la vida y demás y de dentro. Feliz estreno tengan ustedes.





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