martes, 24 de abril de 2012

Un elefante se balanceaba, y dos y tres. Y nosotros.



Escribo, escribo más que de costumbre –y sí, también lo hago por costumbre- escribo porque cada vez me asfixia más la intemperie y si no fuera por lo de dentro -que no es que esté dentro, algunos son mis afueras pero lindan con mis importancias- una no sabría qué dedo mover y usar -el índice lleva todas las de ganar, levantado y provocador, advierto-. Y ahí andamos, mal caminando por la cuerda floja pero sin aspavientos, salvo los de la indignación, ora sí y ora más. Y leo, no más que de costumbre, eso no sería posible porque al día se le antoja tener 24 horas y no, pongamos por caso, 35 que sería un número redondo y nos permitiría dedicar más horas al acicalamiento mental que al laboral, sin ir más lejos, tan innecesario y absurdo si no fuera porque necesitamos comida y cobijo. Que tampoco es eso, cobijo existe sí o sí, tengo yo tendencia a anudarme a cuanto pericardio se me pone por medio, siempre y cuando junto a ese músculo se asiente la coherencia y el buen hacer y una pizca de devoción. Y leyendo, tan pronto me río con las ocurrencias de BillyWilder en Nadie es perfecto, su ironía y mal talante que puede ser bueno siempre y cuando no le lleven la contraria en exceso, como me arrastra la envidia al releer cuentos de la Munro y mamá, yo quiero ser ella de mayor. Pero ni mi madre me hace caso ya a estas alturas -sobre todo las suyas- ni mi talento da más de sí que para unos pocos sonajeros, como estos que os suelto sin venir a cuento. Aquí el único cuento es el mío, eso también es verdad. Y tiene mucho del de maría sarmiento o aquel otro de margarita tenía un gato, tal y como nos va la feria y oiga, en el tiovivo reparten ticktes, pero cuidado, todos tienen cara de malos o de peor. Dame una excusa, quiero creer, canta Marlango estos días en mi reproductor. Excusas son que calman los espumarajos y serenan las ganas de colgarse pistoleras. No sé si me ayudan a creer y en qué.

En este juego de espejos malencarados es difícil saber a qué carta quedarse. El problema es que el número de tahúres es mucho mayor que el de las cartas en juego. Y nos disparan desde cada reflejo.

De dama tienes poco y ni siquiera has visitado Shangai. Mal lo llevas.






jueves, 12 de abril de 2012

Demasiado no.




Su nombre se escribe Lourdes pero para nosotros siempre es Lurdes. Se sienta en las últimas filas y no recuerdo su voz. Nunca suspende pero es la Retrasada. Otras veces es la Invisible a pesar de su altura. Todos la ignoramos porque si le hablas se le pone la cara muy colorada, como si le fuera a brotar sangre. Parece una grulla callada al final del aula.

La infancia le roba algo más que una o.

El Niño que nunca juega al futbol lleva gafas y mira por debajo de ellas, sin hablar mucho. En el recreo come despacio su bocadillo, para que le dure más. A veces juega a los cromos con el Niño de la lesión en el corazón, el que no puede correr, o con el escayolado de turno. Y todos sabemos que lee sin parar, ¡será raro!

Nunca aparecen balones a bordo del Nautilus.



En ocasiones, la Grulla y el Niño que nunca juega al fútbol se encuentran en el kiosco. Siempre hacen como si nunca antes se hubieran visto mientras ojean tebeos.


La madre de Niño tonto baja todas las tardes al parque. Habla sin parar con el resto de madres. Nunca pierde de vista a su hijo. Sonríe con comprensión cada vez que otra madre señala a su hijo (no sabe que es el suyo). Y con la misma sonrisa pasa la mano por la cabeza del Niño tonto si llora, cuando nadie quiere jugar con él.


Sonríe como quien abofetea.