Reserva para veintitrés, entre familia y aledaños, aledaños que van aumentando a medida que los vástagos nos crecen. Y qué empeño ponen en ello. Algunos crecen, yo fui una de ellos, y ahora formo parte de los que maduran. Extraño concepto que no sé si sospechar signifique secarse. Intento que no.
Las calles de Barcelona parecen una buena opción, sus avenidas puede contener las ganas de diversión de un grupo que suele, solía, ser todo voces y disparates. Parecía que habíamos olvidado cómo hacerlo pero no, es posible que haya argumentos a los que resulta fácil retomar el hilo, tal vez quedaron fijados en costumbre y nadie puede renunciar a ella como si nunca hubiera existido (fue quedar estancada, pienso). La tarea de vivir se repite en nosotros como si nos aferráramos a lo único en lo que realmente nos enseñaron a creer. La buena educación, tendría que añadir, un tanto descreída incluso de la propia vida como nos enseñó el tiempo. Que tal vez matar resulta complicado (Hitchcock mostraría en Cortina rasgada hasta qué punto) pero no tanto morir. Diríase, más bien, que morir termina por ser un acto tan automático como pelar naranjas antes de llenarse la boca de zumo. Agrio, mucho más si no llegan en temporada.
Y hay trifulcas. Ensaladas que vuelan de tenedor en tenedor. Mojitos con olor a hierbabuena y confidencias a media voz de risas. Grupos en los que ir de unos a otros. Niños que incordian y a los que se les toma el pelo sin ninguna piedad -mejor que aprendan entre los suyos el valor de la frustración. Y una comida en el Merendero de la Mari, como deuda y homenaje. Nuestro pero era el suyo, el de ellos. Y ya son las seis y pico, habrá que ir desmantelando la sobremesa. Sin darnos cuenta se ha extendido como nuestras ganas. Ni siquiera el retraso de Iberia a la vuelta consigue amargar el ánimo.
El léxico familiar, que aprendí a valorar con el delicioso libro de la Ginzburg, vuelve a contener sus códigos. Con algunos semas añadidos que desconocíamos hace unos años, es posible, pero se mantiene, se queda en nosotros.
Ay qué trabajo me cuesta quererte como te quiero
por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero.
F.G. Lorca.