Munich le parecía una ciudad romántica, la ciudad más romántica que había conocido hasta el momento. Y eso es mucho decir. Ya, sabe que ese título lo tiene París porque lo dice casi todo el mundo y nos lo mostró Bogart en Casablanca o la Garbo en Ninotchka, lo dicen a todas horas, pero no, París es grande, impresiona, no lo niega, mirando hacia arriba a cada momento y con ese toque tan de buen gusto, portada de Casa y Jardín, sí, pero si exceptuamos algún museo, algún rincón sin ladrillo visto, París la deja fría. Impersonal. Así es, la mujer nevera, en eso se convierte allí. Pero no deberíais hacerle demasiado caso porque disfruta exagerando y porque el romanticismo lo entiende a su manera y cuando alguien le habla de romanticismo, sobre todo si se trata del alemán -porque Munich se encuentra allí, por nada más- le vienen a la cabeza C. David Friedrich, Hölderlin y Goethe, pongamos por caso - aunque a éste último le tenga algo de gato por aquello del Werther , que qué tostón y triste; con sus diecisiete años, en las antípodas de la muerte y también del amor aunque lo hubiera negado entonces porque ¿quién no conoce todo lo llegado y lo por venir con esa edad?- y Spitzweg, ahora, porque tiene un cuadro que le gustaba desde hace años y antes era incapaz hasta de escribir su nombre y sin embargo, ya lo veis, tan sencillo y de corrido se escribe, y todo porque vio su pequeño cuadro allí y no lo esperaba. Fue una sorpresa porque cuando se encontró con él, allí, sencillo y narrativo, tal como lo imaginaba al natural, empezaba a marearse y es que, cuando lleva más de hora y media en un sitio cerrado viendo cuadros y más cuadros, comienza a sentir vértigo y necesita salir y fumarse un cigarro, o respirar o ver gente, lo que sea, fijarse en sus caras para comprobar que son reales y no trazos. Y andaba ya diseñando una estrategia para decirle a J. que se iba -porque él no, él puede estar horas y horas sin cambiar el gesto, sin sentirse abrumado y sin perder el interés en las pinceladas- cuando de repente ahí estaba, el Poeta pobre, y fue un asombro, un resorte con sorpresa y al final del muelle un marco, que le permitió estar más tiempo encerrada allí sin agobiar a J., que es algo que le produce mucho, mucho apuro, el distraer a alguien, sabiendo que está disfrutando de lo lindo, con sus disparates espaciales.
Lo que no visitaron fue ningún cementerio, aunque los identificara igual con las tinieblas del romanticismo, porque nunca aparecen en la guías y porque J., a pesar de sus viajes a la ciudad, desconocía dónde se encontraban. Ni siquiera por el hecho de pararse delante de la tumba de algún artista que es algo que está muy de moda, hacerse fotos al lado de sepulturas de prohombres – de mujeres menos, mucho menos- con cara de estar muy vivos. Pero no, le gustan las tumbas anónimas y calcular los años que pudieron vivir antes de ser invitados por la parca o valorar, leyendo epitafios, la desidia del amor que podían sentir por ellos su gente, y el buen gusto o no del diseño de sus lápidas. No sé si será por contrarrestar -si lo pienso un poco- porque sus muertos no tienen lugar fijo, vuelan distraidos cada cual por dónde eligió, o sin elegir, donde decidieron los que se quedaron, que al fin y al cabo es lo que tiene sentido: el muerto ingrávido y el vivo a tomar decisiones. Y mejor así, pensar en la parálisis de los muertos, de los suyos, le provoca pavor y por eso prefiere imaginarlos dando vueltas o doblando esquinas, sorteando sombreros en invierno o columpiándose de los paraguas en el otoño. Eso ya le gusta más, se tranquiliza. Qué estupidez. Pero es que lo referido a la muerte casi siempre es así, estúpido e inútil. O no, sólo es. Sin muchas más consideraciones. Otro Norte al que resulta muy difícil llegar, escarpado como ninguno. Y una vez en él: una llanura congelada que se extiende, y esto es lo extraño, con toda naturalidad hasta llenar cualquier hueco del que pervive.
Pero en fin, lo que quería era hablaros de Spiztweg –siempre se enreda en sus pensamientos con el fin de llegar a ningún lado- y el resto de cuadros que descubrió luego pero servirá el salpicar con algunos de ellos entre párrafo y párrafo. Que le gustan sus tipos con cara de bobalicones y el sentido del humor al pintarlos, las historias que sugiere al retratar a la sociedad muniquesa de su tiempo. Porque con lo que más disfrutó fue con los muniqueses –se le olvidaba decirlo- le parecieron estar locos, con la locura del excéntrico, quizás, o sólo del que es distinto a nosotros. Pero locos aunque en un primer vistazo no lo pareciera. Le bastó mirarlos con detenimiento y aprecio para darse cuenta de ello.
El Norte, detrás de cada una de las sendas, tiene labios luminosos y un paso paciente sobre la tierra. Sentada sobre palabras voy elegiendo el mensaje y pasan las estaciones sobre nosotros, sin que la travesía marchite la trama de nuestros días. Ni una escombrera.