martes, 15 de enero de 2013

En los ríos no habitan calamares

Desde hace días una nota al pie de mi ordenador me trae de cabeza. Bandeja, eso pone, y ya me gustaría llegar a saber qué significa. Es mi letra y es mi nota pero soy incapaz de adivinar qué quería recordarme con tan escueto mensaje. A veces pienso si no iré dejando señales cifradas por entretenerme. O que en todo este juego que cada cual se trae consigo mismo se me escapa algo imprescindible.

Bandeja es la clave pero falta el código.

Los códigos me preocuparon durante mucho tiempo. Ahora menos. El código más intrigante es el que se consigue establecer con alguien que no eres tú, eso me pareció siempre, como me pareció complicado llegar a tenerlo con aquellos que no me importaban. Los códigos juegan un papel crucial si de comunicación se trata. Sigo convencida de la importancia de ellos, permiten la pervivencia de las relaciones y el conseguir  que surjan conejos de la chistera a pesar del tiempo.

Y porque ahora sé que existen códigos que por absurdos descabalan el tiempo y el aburrimiento y para eso él, el creador de códigos, es único. Y he terminado por moverme con naturalidad en un mundo donde en ocasiones soy un terror bajito, donde es posible jugar con el significado de cualquier término al convertirlo en esdrújula, donde a veces me hablan de mis pestañas de dibujo animado. Habituada a que nuestras manos se junten por encima de la mesa y lo hagan con los dorsos hacia arriba, en un gesto de ternura entre gorilas. A que los lugares tengan su lugar cuando me los muestra, que a cada nombre le corresponda una cara o un contexto o las conductas animales se vuelvan cercanas cuando las cuenta; que sus conocimientos no dejen de sorprenderme. La originalidad de su pensamiento.

Que no le extrañe que yo sea mujer.






En una fecha parecida a esta, hace ya unos años, hablaba yo de la visita de Galileo y un selenita. Galileo se marchó con su telescopio a cuestas pero el selenita decidió quedarse a mi lado.

Hay juegos que nunca deberíamos dejar de lado, como atrapar salamandras en el hueco de la mano, perseguir con la mirada regueros de lluvia dibujando la espiral del sumidero o desear toparse con astrónomos tras las zarzas, a un lado el telescopio.

Remendar ojales en un costado ajeno, apropiarse del cauce de otro cuerpo, lamer temblores al abrigo de la maraña, dormir agazapados en el latido caliente, cavar zanjas en un pecho con cucharillas de plata y labios.

Los días esperando ver brotes imposibles en esta rama de la que deseó colgarse el suicida. Semejantes a ese pájaro que detenido en la acera nos contemplaba con más asombro que nosotros a él.

Y verte atravesar la plaza de los juegos con los bolsillos llenos de terrones, tu carga que vuelve esponja la sequedad de mis huesos.


Y que este hecho siga siendo un prodigio por mucho que lo contemple una escéptica como yo.