miércoles, 27 de junio de 2012

Y es que no hay esparadrapos que valgan




En el mes de junio escribo con la mano izquierda, de costado, forzado el lápiz y la postura. Acaban por dolerme todas. Es la parte siniestra quien asoma, quien se muestra, quien me mira. Podría tener corazón o haberlo perdido, podría recordar desde todos los cuentos una vida madrastra y sus manzanas envenenadas. Podría haber crecido, así de golpe, sin necesidad de pócimas, en esa altura donde las ropas se rasgan y también el pericardio y una bandada de pájaros tristes anidan en el hueco que se deja.

En el mes de junio escribo desde otro lado, con otra boca -esta de ahora tiene un rictus feo- y no hay juego de Rayuela que no sea ya recuerdo.

Ahora, algo así: transcurridos siete y tres años sigo guardando prodigios para luego contároslos. Cada vez, una película, un cuadro, una canción, otro amor. Sí, sigo irremediablemente loca. No hago más que daros la razón, una costumbre. Y os extraño tanto. Los libros dicen que suele pasar con los héroes de la infancia por mucho que los mate la distancia del tiempo. O la propia muerte.




(Poema de Manuel Vilariño. Para ver el resto, pinchad el enlace abajo)






viernes, 1 de junio de 2012

Tendidos y sin pinzas


Y de nuevo la Feria, esa cita obligada mientras Gutenberg siga entre nosotros, amén. Y el dolor de pies desandaliados y el calor y casetas para arriba y abajo, me esperas en la 112 que voy por la 200. Y quedar con mi hermana, en realidad mi hada madrina, hada debe ser si nunca me veo crecer con ella y es la encargada de evitar que mis calabazas se llenen de gusanos. Y me regala libros o los compramos a medias, uno de una autora egipcia, a ver qué tal, varadas como dos naufragas en la caseta de la librería de mujeres, mientras J. viene y va, de sus puestos de naturalistas, literatura de viajes y comics. Va y viene con la parada precisa para un beso y algún hallazgo. Quedarme con ganas de dos o tres libros más que ojeo con ojos golositos, estos para tu cumple en una lista que dejarás como al descuido por casa, se conchaban J. y mi hermana. Y ella compra también el de Maus para sus hijos, a veces mis sobrinos. Y yo una autobiografía de Carson McCuller, la escritora estadounidense que emboba con sus cuentos sureños, de Iluminaciones y fulgores nocturnos dice que me llevará. Y otro, elegido al azar porque cuesta cinco euros y es grueso, y sin duda porque aparece la trayectoria de Hannah Arendt en tiempos sombríos, la década que va de 1933 a 1943. Y finalmente una Antología del microrrelato editado en Cátedra. Y eso a pesar de que disfruto con los microcuentos pero no los respeto como género, no del todo, me cuesta. Conozco demasiados malos escritores, diletantes de la literatura, que ocupan sus días y peculios en impartir cursos de cuentos. Como quien ofrece recetas de cocina, sin talento para los fuegos y amianto en el pensamiento. En fin, de todo tiene que haber, las letras no escaparan a las modas y a la masticación sin papilas. Y le cuento a R. que en mi nueva casa también los libros comienzan a amontonarse sobre la mesa, a pesar de mis promesas de que en esta cueva no, en esta no sucedería, pero no hay buenos propósitos que me duren entre las manos si de libros se trata. Para eso, para estar entre las manos ya están los libros. Debe ser, le digo. Y el sherpa de mi vida -en realidad el hombre de ella, pero yo nunca lo diría en voz alta, mi feminismo me impide hablar en términos tan deterministas- se carga mis libros en su mochila y sonriente porque lleva sus caprichos junto a los míos, me da la mano y tomamos el camino a casa. Aún nos quedan horas de un día escatimado a los días.

De un calendario que aparece imberbe y sin fatiga por esta vez.






Indudablemente, leíamos por todas las razones erróneas: evasión, placer, evitación de responsabilidades y contacto humano. Leíamos porque era divertido y fácil y porque no estábamos supervisados. Leíamos para encontrar las compañías que congeniaran con nosotros más que las de nuestro entorno. Queríamos llenar nuestras cabezas con sinsentidos y desconectar de consideraciones prácticas. No éramos, muy probablemente, niños atléticos o útiles. Rechazábamos ayudar en casa o salir fuera a jugar. No teníamos muy buenas maneras, pues de numerosas formas leer libros va dejando aparte las buenas maneras. No teníamos buenos hábitos de sueño, pues si los hubiésemos tenido no hubiéramos leído bajo los edredones con una linterna ni hubiéramos levantado el libro hacia la luna que brillaba a través de la ventana arruinándonos los ojos. Leíamos porque teníamos dos vidas, una vida interior y una vida exterior, y ambas eran igualmente importantes y vividas para nosotros.

Jane Smiley, 13 maneras de mirar a la novela


Para Juana por correos inconclusos.