jueves, 24 de febrero de 2011

Si empiezas a trepar no paras

A veces pienso si todo tanteo no será un error, si moverme en ellos cómodamente, en las aproximaciones, sin tener en cuenta la conclusión, me conduce a algún lado y si esta carencia que adivino en mí en los últimos tiempos no será la causante de mi falta de interés por la poesía, novedoso en mí, de verdad, casi físico mi rechazo, mi apatía. Huir de lo difuso debe ser labor del poeta, o eso pienso, la única forma de centrar un verso y no hay forma, sencillamente no la hay.



Podría tirarme toda la tarde contemplándome una uña. O contemplando las uñas de mis gatas mientras se rascan en mis vaqueros, remoloneando a mi alrededor, buscando una atención que no les presto, igual que a los versos. Sentir con algo que no sea lo cotidiano, con lo más cercano. La carne y el abrazo mis expectativas, lo único que consigue llegarme y llenarme, como a un vaso sin fondo y con sed. Pero veo las fotografías de André Kertesz -otro de nombre impronunciable, imposible la memoria nominal con él- y compruebo que no, que la poesía sigue ahí sólo que en distintos formatos. La mirada enfocada y no me molesta, ni me inquieta. Y se me queda grabado el retrato de unas manos, o unas estatuas asomadas a una ventana, también su serie de distorsión con unos cuerpos extrañamente alargados, deformados en su óptica, pero amigables y bellos. Un par de gitanillos húngaros besándose o la imagen de trincheras inacabables como inacabable debió parecer la primera gran guerra a las gentes de su tiempo.
















Demasiadas trincheras quizás, hablo de las que levantamos, tras las que cobijarse y por eso las miro y me tranquilizan, entiendo su razón de ser, su imprescindible existencia. Aunque como reza ese cantar pobre de aquel que viva una época apasionante, como Kertesz. O como Kiki de Montparnasse, novela gráfica que leí hace meses -se hace necesario explicarlo, la dispersión es mi naturaleza, ya dije.

Pero yo sigo mirando con ojos golositos los libros de poetas que se amontonan en mis estanterías y lo más que soy capaz es de ojear versos sin ninguna continuidad. Sonidos sin procedencia y yo una lectora perdida. Desposeída, un espacio en blanco que tal vez en algún momento volveré a llenar.
















Lo más grave, lo realmente significativo, es echar de menos esa emoción. Escribo contra el miedo, decía la Pizarnik y me pregunto dónde andan situados los míos, en qué calle, no sé si con señales verticales o a punto de nieve los puentes, se dibujan mis huecos. Porque sé que ellos son los causantes de todo este desconcierto -podría parecer literario pero no, no me dejo engañar- que me traigo conmigo misma.

Acepta la espera que no siempre hay lugar en el caos.

Acepta la puerta cerrada, el muro cada vez más alto,

el saltito, la imagen que te saca la lengua.

No te trepes sobre los hombros de los fantasmas que es

ridículo caerse de trasero with music in your soul.



Blanca Valera.



(Exposición de 100 fotografías de André Kertesz en la Fundación Carlos de Amberes. Metro Nuñez de Balboa.)

miércoles, 2 de febrero de 2011

De marejadas y celebraciones

Escucho a Tom Petty Learning to fly, me gusta la facilidad de sus canciones para transportarme a otro tiempo. Sin embargo ahora es este el tiempo, sucede a menudo, qué cosas. Las mujeres de rodillas fuertes, consecuencia de tanto apoyarlas al suelo con firmeza por no perder el equilibrio después de trastabillar, las que hacen calceta mientras piensan, también tienen sus debilidades. Y la cabeza a pájaros, eso también.

Como decía, ahora es este, el tiempo. Y ahora eres tú, capaz de hacerme reír, que no es lo mismo que hacer gracia, no, esos tipos nunca fueron necesarios: hititas tullidos, cojos de ritmo e ingenio, con la costumbre de paralizar gracejos en mitad de un rostro. Pero yo hablo de hacer reír, la risa que transforma lo real en el descubrimiento de un explorador atravesando icebergs, la ocurrencia que se desliza rompiendo la normalidad del pensamiento convirtiéndolo en otro a estrenar, tu territorio ignoto y personal que pasa a ser mío, tras la risa.

Y fuiste tú, el mismo, en este tiempo pasado, capaz de idear la fórmula para debilitar la raíz de mi pena, amarga y estremecida. Y todo empeño se te hacía poco, merendar con ciclos de Wilder o Berlanga, Mankiewicz, escogidos cuidadosamente por ti -clásicos como clásica es la pena que acecha a los seres humanos- o la atención a mis despertares por no dar lugar al turno de las memorias desbaratando el día. Vigía del dolor y su enrejado que ocultaba el escualo negro de la muerte y mi desesperación que tú mantenías a raya. Porque es infame el abandono en el que te dejan los muertos.

Y sigues siendo tú, ahora, ya, estos días de calles empedradas y subidas a torres medievales. La importancia de los cimientos y necesaria la reconstrucción tras el paso del terremoto de Lisboa. Y así... ahora que la pena ya no reverdece, que la costumbre del tiempo va alejando la desdicha del recuerdo y su semilla pero yo sigo necesitando la piedra angular sobre la que asentar los días. Porque es decencia natural el olvido, decía una poeta. Las poetas, ya se sabe.


Y nunca preguntarse si en el futuro me querrás como hoy, qué necedad, suspiros de estuche con olor a lapicero que las mujeres crecidas no deberían ni contemplar, sólo me pregunto si tu deseo seguirá siendo el de provocar mi risa. Con la misma soltura.



Isla verde de J. G. Mora