Avistaremos ballenas, me dices, y no deseo nada más, no por hoy, un día gris y frío que se cuela por las rendijas. Grandes mamíferos, levantando sobre las aguas su masa imposible, tan poco probable parece que no fueran tragadas por las aguas al caer, ajenas a la gravedad en cada salto. Sabes que me gustan por encima de todas las belugas, con su sonrisa pintada y el deslizante blanco de su cuerpo, la mirada desvalida de un gigante que tal vez creció sin ser consciente de ello. Que todas las especies de ballenas son animales misteriosos, prehistóricos, tanto como nuestro desconocimiento hacia ellas, el mismo que hizo confundir a los científicos el grito de su apareamiento con el crujir del fondo marino -sonidos de vida al fin y al cabo, todo cambia- o el que nos hace seguir sin precisar su longevidad y el alcance de su inteligencia. Y que por ésta vez no me importará ser simple espectadora y salpicarme con el agua expulsada. Balleneros ya sin sangre, ¡por fin!, tras dos siglos de matanzas, a la caza del leviatán, el monstruo marino, prueba de supervivencia y arrogancia humana - no hay orgullo sin crueldad me dirías, ya -.
Pero que ni Melville pueda perseguirnos Llamadme Ismael a voz en grito, ni Nemo o Jonás, contemplando la digestión dentro de un gran vientre marino. Tómatelo como una oración literaria. No sería capaz de rezar de otra forma, ninguna letanía que me inspirara un mínimo de confianza, tú lo sabes, pero mis cantos tienen otra naturaleza. Como ese otro canto de los cetáceos, ¿por qué no? La evolución no nos otorgó todas las dádivas e introdujo alguna que otra tara: el miedo y los rezos de los que, casi seguro, las ballenas se habrán librado. Eso espero por su bien.
Un canto cuando la extensión del océano me acerque a tu cuerpo buscando encontrar el orden de mi respiración de nuevo, al recordar -y lo recordaré- que allá nuestras extremidades no sirven, no son las suyas, y podríamos vernos varados en mitad del mar. Sin olvidar que en el océano no hay lugar donde esconderse, el peligro puede llegar desde cualquier ángulo y por eso los demás se convierten en el único refugio. Las sardinas y los cachalotes comparten esa sencilla sabiduría. Pero una vez a tu lado, mi pecho ya sin hormigas, envuelta por el rumor de la humedad y de su presencia, los ojos llenos del prodigio.
Ando leyendo Leviatán o la Ballena de Philip Hoare, ensayo de una pasión, aún no sé si Moby Dick o las ballenas, si ensayo literario o naturalista, sin descartar nada. En cualquier caso un libro delicioso, capaz de convertir a las ballenas y la escritura acerca de ellas en algo fascinante.